NADA SE PIERDE CON LA PAZ; TODO PUEDE PERDERSE CON LA GUERRA


Hubo muchas guerras antes y siguieron muchas después. Pero puede el hombre escapar a su destino de guerras y ambiciones y caminar hacia la paz?
Richard Dawkins, especialista en comportamiento animal, opina “Es posible que otra cualidad única del hombre sea su capacidad para el altruismo verdadero, genuino, desinteresado”. “Contamos con el equipo mental para fomentar nuestros intereses a largo plazo, en vez de favorecer solamente nuestros intereses egoístas inmediatos. Podemos apreciar los beneficios que a la larga nos reportaría el participar en una conspiración por la paz, y podemos sentarnos juntos a discutir medios para lograr que tal conspiración funcione”. “tenemos el poder de desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento y los memes egoístas de nuestro adoctrinamiento. Incluso podemos discurrir medios para cultivar y fomentar deliberadamente un altruismo puro y desinteresado: algo que no tiene lugar en la naturaleza, algo que nunca ha existido en toda la historia del mundo”.
Siguiendo la reflexión de Dawkins y con una expresión típica de nuestros días podemos afirmar que estamos condenados a la paz.
La paz que no es la mera ausencia de la guerra o conflicto armado, sino la armónica convivencia entre los hombres y las naciones que debe tener como fundamento la verdad, la justicia, el amor y la libertad.

El camino a recorrer no será fácil, los escollos forman parte de nuestra naturaleza pero Dios ha puesto guías dispuestos a marcarnos la senda JUAN XXIII, el 11 de abril de 1963 promulga su Encíclica PACEM IN TERRIS que ilumina a todos los hombres de buena voluntad para trabajar por la paz.
Una sociedad ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país. Ellos han sido elevados a tan encumbrada posición porque, dadas sus egregias cualidades personales, fueron considerados como los miembros más sobresalientes de la comunidad y el orden moral les impone dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad rectora en el seno de la sociedad, otra, que esa autoridad no pueda rebelarse contra el orden moral sin derrumbarse inmediatamente, al quedar privada de su propio fundamento. En las relaciones internacionales la autoridad debe ejercerse de forma que promueva el bien común de todos.
El primer principio de las relaciones internacionales es que deben regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas relaciones se evite toda discriminación social y que, por consiguiente, se reconozca como principio sagrado e inmutable que todas comunidades políticas son iguales en dignidad natural. Cada una de ellas tiene derecho a la existencia, al propio desarrollo y a ser responsable de alcanzar todo lo anterior.
La realidad nos muestra que son muchas y muy grandes las diferencias entre los hombres en ciencia, virtud, inteligencia y bienes materiales. Este hecho nunca debe justificar servirse de la superioridad propia para someter de cualquier modo a los demás. Todo lo contrario: esta superioridad implica una obligación social mayor para ayudarlos a que logren con el esfuerzo común, la perfección propia.
De modo semejante algunas naciones aventajan a otras en el grado de cultura, civilización y desarrollo económico. Esta ventaja, lejos de ser una causa licita para dominar injustamente a los demás, constituye más bien una obligación para prestar una mayor ayuda al progreso común de todos los pueblos.
L verdad debe regir también a los medios de comunicación que tanto sirven para fomentar y extender el mutuo conocimiento de los pueblos, observando de forma absoluta las normas de una serena objetividad. Lo cual no prohíbe, ni mucho menos, a los pueblos subrayar los aspectos positivos de su vida. Pero han de rechazarse por entero los sistemas de información que, violando los preceptos de la verdad y de la justicia, hieren la fama de cualquier país.
El segundo principio de las relaciones internacionales es que deben regularse por las normas de la justicia. Así como en las relaciones privadas, los hombres no pueden buscar sus propios intereses con daño injusto de los ajenos, de la misma manera, los países no pueden, sin incurrir en delito, procurase un aumento de riquezas que constituya injuria u opresión injusta a las demás naciones. Es oportuna aquí la sentencia de San Agustín: “Si se abandona la justicia, ¿Qué son los reinos sino grandes latrocinios”?
Cuando entre las naciones surjan ventajas o provechos que intentan apropiarse, las diferencias que de ello surjan no deben zanjarse con las armas ni por el fraude o el engaño, sino, como corresponde a seres humanos, por la razonable comprensión recí1proca, el examen cuidadoso y objetivo de la realidad y un compromiso equitativo de los pareceres contrarios.
Otro principio por el que deben regirse las relaciones internacionales es ordenarse según una norma de libertad. Ninguna nación tiene derecho a oprimir injustamente a otras o a interponerse en forma indebida en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas presten ayuda a las demás, a fin de que estas ultimas adquieran una conciencia cada vez mayor de sus deberes, acometan nuevas y útiles empresas y actúen como protagonistas de su propio desarrollo en todos los sectores.
Como todos saben, o deberían saber, las relaciones internacionales, como las relaciones individuales, han de regirse no por la fuerza de las armas sino por las normas de la recta razón, es decir, las normas de la verdad, de la justicia y de una activa solidaridad.
Hoy, como nunca, debemos trabajar, todos sin excepción, para que se eliminen las guerras y reine la paz. Como advertía Pío XII: nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra.
El trabajo por la paz requiere hombres con espíritu generoso para establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad: primero entre los individuos; en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados y finalmente entre los Estados entre sí.
Pero la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se dan en el interior de cada hombre una paz verdadera, cierta y ordenada. Todos los hombres de buena voluntad nos encontramos conmovidos por la guerra y es nuestro deber consagrar nuestros pensamientos, preocupaciones y energías para procurar la paz en el mundo.
La grandeza y sublimidad de esta empresa son tales, que su realización no puede en modo alguno obtenerse por las solas fuerzas naturales del hombre. Pidamos, pues, con insistentes súplicas a nuestro Dios que borre de los hombre todo lo que pone en peligro la paz y nos convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que ilumine con su luz la mente de los que gobiernan las naciones para que, al mismo tiempo que procuran un digna prosperidad aseguren el Don humanístico de la paz.
Quiero terminar estas palabras basadas en la Encíclica de JUAN XXIII dedicada a la paz entre los pueblos, insistiendo que la paz será palabra vacía mientras que no se funde en un orden: basado en la verdad, establecido con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y realizado bajo los auspicios de la paz.

Sebastián Vicente Martín
Decano
FRR – UTN

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Diseño: Ing. Jane García - VGM
Trabajo Donado al Centro de Investigación para la Paz.

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